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miércoles, 18 de agosto de 2010

UN ITALIANO EN EL COLUMBIA

Hay dos máxime en la vida de un universitario: “No tengo ni uno” y “Toy cagao de hambre”. Puedo asegurar, con un alto porcentaje de certeza, que no hay ningún mozalbete que curse estudios superiores, que no haya espetado tales frases en alguna ocasión, sobretodo, cuando ambas oraciones se conjugaban y perjuraban para impedir que uno atacara con saña el hambre que embestía nuestros estómagos e impedía un buen, correcto y certero aprendizaje.

Así, y con motivo de mitigar el apetito, varias veces deambulé, junto a la fiel compañía de próceres compañeros de universidad, por tugurios y cuchitriles del centro de Santiago que, amparados en sus módicos precios y sus más que decorosos convites, calmaban nuestra eterna avidez de comida.

Uno de estos “imprescindibles”, sin duda, fue el “Café Columbia”, céntrica tasca, ubicada en la esquina sur-oriente de la intersección de las calles San Martín y Huérfanos, dedicada al expendio de todo lo que se llame sanguchería, aunque también se podía encontrar desde la mítica Paila con Huevos, hasta una contundente Cazuelita de Vacuno. Así, y en la deliciosa escala de los sánguches, teníamos desde el Chacarero, con sus tomatitos, porotos verdes y las lonjas del más exquisito ají, hasta el nunca bien ponderado Especial Mayo, pasando por el Chemilico, Barros Luco, Barros Jarpa y su tonto Pernil.

Sin embargo, y fieles a la escasez de dinero, nunca nos alcanzó más que -y a todo reventar- para un par de Italianos, por los cuales no desembolsábamos más de quinientos pesos, pero que, y sin duda, han sido los más apetitosos, exquisitos e inolvidables completos que he probado en mi comilona existencia.

Aprisionados como jurel tipo salmón, los panes de completos aguardaban expectantes dentro de una vitrina gigante, prestos para ser preparados por las benditas manos de un cuarteto de maestros sangucheros que, impetuosos y como por arte de magia, iban mezclando los ingredientes del Italiano como sacándolos de una receta mágica.

Primero, la vienesa, cilindro cárnico de dudosa procedencia, pero que, y conjugado con el resto de los componentes, derretían de goce hasta al paladar más exigente. Luego, la medida justa de tomate cortado en cuadritos, los que se veían pincelados por un ceñido, pero exacto toque de palta, de seguro hecha cundir con agua o con leche. Luego, un toque de esa imponderable mayonesa casera de blanco color, y que sólo connotados saben hacer. Y todo coronado con la más simple, empero exquisita y excelsa mostaza Dijon, es decir, la típica mostaza amarilla ocre, que hacía revolucionar los sabores.

Realmente, un manjar de los dioses que solo ahí he podido engullir.

Tras terminar la universidad, con la intención de seguir disfrutando de tan ilustres “hot-dog”, además de recordar viejos tiempos, acudí en algunas ocasiones a “mandarme al buche” uno que otro Italiano, siempre con la atención de dos veteranos, posiblemente dueños del tabuco, y con la preparación de los mismos cuatro maestros, vestidos de impecable nácar, raudos para preparar las exquisiteces.

Sin embargo, hace algunas semanas todo cambió. Hambriento como siempre, y con la intención de que mi paladar no relegara tan perfecta mixtura de sabores, regresé al Columbia. Algo me pareció extraño. Seguían los mismos mesones, la cocina donde siempre, pero los viejitos ya no estaban y en su lugar, una señorona de las cinco décadas, con una peluca rubia se acomodaba en la caja. Además, la vieja lista de precios, escritas muchas veces con tiza, ya no estaba y en su lugar un cuadro electrificado le advertían al comensal los precios de cada sándwich. Finalmente, los cuatro maestros ya no estaban y en su lugar, un trío unisex de cocineros, ahora vestidos de negro, estaba “al aguaite” ante cualquier pedido. El Columbia, ya no era el mismo.


MALDITA GULA: A QUIÉN NO LE GUSTA COMER

Con piedra y palo, cuchillo y cimitarra, con fuego y tambor avanzan los pueblos a la mesa. Los grandes continentes desnutridos estallan en mil banderas, en mil independencias. Y todo va a la mesa: el guerrero y la guerrera. Sobre la mesa del mundo, con todo el mundo a la mesa, volarán las palomas.

Busquemos en el mundo la mesa feliz.

Busquemos la mesa donde aprenda a comer el mundo. Donde aprenda a comer, a beber, a cantar!

Con estas palabras, Pablo Neruda daba inicio a su libro "Comiendo en Hungría", texto que, escrito junto al célebre escritor guatemalteco, Miguel Ángel Asturias, hablaba sobre la exquisita gastronomía de los Magyares, y dejaba de manifiesto el gusto por la buena mesa que siempre tuvo "el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma", como lo catalogase otro grande, Gabriel García Márquez.

Y es que comer, nutrir, saborear, tragar, deglutir, morfar, merendar, engullir, zampar, ingerir, embuchar, devorar, o como quiera que se le llame, es, sin duda, uno de los placeres más fascinantes, envolventes, seductores y adictivos que existen.

No por nada, los Romanos gozaban con febriles banquetes que ponían a prueba hasta el estomago más exigente. Así, y tal como lo postula el historiador chileno, Gabriel Carranza, "Las cenas se servían en cantidades tan abundantes que llevaba a algunos comensales a inducirse el vómito, a través de la conocida pluma de avestruz, para no perderse ningún manjar".

Siguiendo con los Romanos, su gusto por la buena mesa llegaba a extremos tales que el “culto” a la comida llevó a abusos tan memorables dentro de los emperadores que Calígula servía en sus banquetes panes hechos con oro; o que Maximiano fuera recordado como un de los hombres más glotones de sus tiempo, por haber engullido 20 kilos de carne y 34 litros de vino en un solo día.

Tan así era la pasión romana por engullir que, y para seguir batiendo la mandíbula, idearon un eficaz sistema que llegó a hacerse muy popular en todo el imperio: el "Vomitarium", una sala contigua al lugar de los banquetes, donde, y con sólo una pluma, los comensales liberaban rápidamente el peso del estómago, permitiéndoles no perderse alguna nueva exquisitez que apareciera en el postre o “segunda mesa".

En fin. La pasión por la comida o por el buen comer, es tan antigua como el mismo hombre. Quién no se ha saboreado con un rico pedazo de carne, un pescado rebosado de limón, un pastel férvido de azúcar o con un simple trozo de pan.

Maldita Gula, nace para comentar, advertir, orientar y celebrar el comer y todo lo que derive de aquello. Bienvenida, gente y ¡ bon appetit!.